Le decían Nagual Jaguar, y nos conocimos en el mercado de Tlatelolco. Fue guerrero azteca en tiempos de nuestros señores emperadores Axayácatl, Tizoc, Ahuizote y Moctezuma Xocoyotzin. No era el más justo ni el más legal, sin embargo, era bravo y entrón.
Por azares del destino, ofrecía sus artes en todo tipo de transas, misiones y chanchullos; algunas veces para el imperio como mercenario, y otras, para pochtecas en largas jornadas, guardando sus valores de muchas amenazas en los caminos: ajustes de cuentas por aquí; sofocamiento de provincias rebeldes por allá; cambiando mercancías de un propietario a otro; acallando voces molestas para personas de mucho lustre… En fin, casi siempre en cosas no muy derechas, por no decir bien chuecas.
Siempre andaba bien bruja y con el morralito seco, por lo que en contadas ocasiones el dios Tonatiuh iluminaba su techo —como todos los que van por su cuenta—. Si no estaba en campaña, lo que sucedía muchas veces, uno podía encontrarlo en su local preferido: la fonda del Potzolcalli. Allí comía buen pozole, degustaba vigoroso chocolate, fumaba buen tabaco o bebía un refrescante tarro de pulque para emborrachar a los fantasmas que le perseguían. Algunas veces pagaba él; otras, los amigos, y no pocas el matrimonio que regentaba el negocio: Ameyal, el Olmeca, y su esposa Flor de Mañana, La Teotihuacana. El Potzolcalli, además de ser un lugar de comer, beber y arder, se transformaba, sobre todo ciertas noches furtivas, en sitio de apuestas de patolli, vicio arraigado entre los aztecas. Acudían forasteros de todas partes a jugarlo. Si alguien necesitaba contratar los servicios de Nagual, así como su letal y certero garrote, lo podía encontrar allí, ahogando las penas junto con otros amigos asiduos a buscar respuestas en el fondo de los vasos del barro fresco